Por Alicia Dujovne Ortiz
(escritora argentina)
ARGENTINA. Viernes 12 de diciembre de 2008
Mi única experiencia directa del toreo, en el Madrid de los años 60, arrojó el más catastrófico de los resultados. Después se prohibieron las corneadas al caballo del picador, que en esos años era todavía la otra víctima del juego.
Nunca se me ha borrado la visión de las vísceras arrastradas por la arena como un largo collar de cuentas rojas ni tampoco la muerte de aquel toro que cayó blandamente, tras un tormento y una humillación inacabables. Una escena perturbadora por lo que tiene de sadismo jocoso y por la confusión de papeles: el torero, con sus gestos femeninos en esta celebración del coraje viril; el toro, que termina muriendo con un aire también de mujer; la excitación perversa, el no saber quién es quién ni por qué divierte tanto mirar sufrir.
En su libro De la edad conflictiva, Américo Castro (que, entre paréntesis, fue el primero en atribuir toda su importancia a los orígenes conversos de Santa Teresa de Avila) relaciona el toreo con
El toro también representa al diferente, encarnado en un animal temible al que se vence por medio de tretas ingeniosas. Nueva confusión de papeles, puesto que, siempre según Castro, durante siglos el retraso intelectual del país, superado varias veces con botas de siete leguas, sobre todo tras la muerte de Franco, se debió a la valoración de la sangre "pura", sin mezcla de "marrano", y como lo marrano, o lo converso, o lo judío, también significaba, en ese tiempo y lugar, lo inteligente y lo culto,
En el teatro de Lope de Vega, el personaje del labriego, auténtico cristiano viejo insospechable de mezclas (mientras las clases altas e incluso la realeza nunca estaban a salvo de dudas), se erige en el símbolo de toda virtud: el ignorante bueno frente a la malicia negociante del falso cristiano, o el noble bruto frente a la nobleza sospechosa. Aunque Castro no lo desentrañe hasta sus últimas consecuencias, sus indicaciones permiten intuir hasta qué punto la escena representada en la plaza de toros tiene varias lecturas, todas ellas ambiguas. De ahí su intensidad: sólo semejante carga simbólica -por supuesto, inconsciente- explica la supervivencia del rito.
Palabras como "barbarie" o "tortura" están a la orden del día en las aludidas manifestaciones en contra del toreo. Nadie se muerde la lengua, nadie teme herir en lo más vivo a los cultores y aficionados del llamado arte nacional. Los manifestantes saben que las prácticas más crueles se esconden tras el argumento de la costumbre: los defensores de la escisión para las niñas africanas, o de la caza de pajaritos en Francia, apelan a él. Como si el hecho de que un hábito sangriento se haya perpetuado implicara la obligación de seguir cortando o pinchando en forma ceremonial. Una costumbre no es sagrada por el solo hecho de haber durado. Al volver conscientes las razones por las que se la ha mantenido uno puede perfectamente acostumbrarse a otra cosa.
Artículo completo: La Nación
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