Kepa Tamames
Hace ya algunos meses que murió Washoe, una persona por completo desconocida para la mayoría de nosotros, a quienes nada especial nos dice su nombre. Ante la desaparición de tan insigne residente, responsables de la Universidad de Ellensburg (Estado norteamericano de Washington) manifestaron entonces su intención de rendirle un tributo fúnebre, añadiendo que «en el momento del deceso Washoe estaba rodeada de su familia y sus más estrechos amigos». ¿Qué hizo en vida Washoe para merecer tal reconocimiento? En realidad, nada. La comunidad científica obtuvo logros que a buen seguro no eran para ella sino algo natural. Nunca sabremos si Washoe en realidad se mofaba de los sesudos catedráticos de bata blanca cuando éstos se congratulaban de poder establecer con ella conversaciones de cierta complejidad. Hablo de «ella» porque Washoe era una chica, una venerable anciana de 42 años -lo son al parecer las chimpancés a esa edad-.
En efecto, Washoe fue objeto de una amplia atención mediática en los años ochenta, cuando, integrada en una familia humana como un miembro más, fue objeto de meticulosos estudios sobre la capacidad de los miembros de su especie para desarrollar y usar el lenguaje de signos hasta entonces privativo de los sordos humanos. Los resultados fueron sorprendentes. Se llegó a la conclusión de que los chimpancés son capaces de transmitir ideas estructuradas, deseos abstractos, de establecer planes de futuro, de «engañar» para conseguir prebendas, de burlarse por puro placer, de exteriorizar conscientemente sentimientos y emociones, de compartir penas y alegrías con los demás y recibir así el apoyo necesario para superar determinados traumas. Esta realidad no demuestra tanto que «se parecen a nosotros», como les gusta afirmar a los etólogos, sino más bien que «se parecen a ellos mismos». Cabría en consecuencia deducir que, por encima de la autocomplacencia de la comunidad científica (otro día hablamos de ello), los chimpancés son verdaderas personas.
Imagino que muchos de quienes leen este artículo se habrán percatado ya de que he calificado de «persona» desde el mismo título a un mono, un atrevimiento que casi todo el mundo colocaría entre la ofensa y la herejía. Pues sí, Washoe era una persona, tanto como pueda serlo usted o yo, dado que no existe nadie que pueda ser persona «en cierto modo» o «a tiempo parcial». Lo de ser persona es como aquello de estar embarazada, para que nos entendamos. O se es o no se es. Pero vamos al meollo de la cuestión. ¿A qué viene esto de que los monos sean personas? Pues a que el concepto de persona da más juego del que parece, y sobre todo del que nuestro ego está dispuesto a permitirnos. No hay problema -al menos yo no lo tengo- en aceptar la completa equivalencia etimológica entre persona y ser humano en nuestro lenguaje cotidiano, sobre todo por cuestiones de estricto carácter práctico. Pero si nos adentramos un poco en el terreno de la filosofía moral, tal equivalencia salta hecha añicos, por cuanto una persona sería un individuo con unas determinadas características, y no tanto por la mera pertenencia a una determinada especie biológica. (Conviene recordar aquí que con el término «persona» se designaba en las obras teatrales de la Roma clásica a la careta que dotaba de diferentes «personalidades» a los actores). Siendo así, no es difícil concluir algo que resulta turbador para cualquier especie de naturaleza engreída, un descubrimiento que socava lo más profundo de nuestro carácter autorreferencial: ni todos los seres humanos son, stricto sensu, personas, ni todas las personas han de ser necesariamente humanas. (Aclaro que se trata de algo que no depende de mí, ni tengo yo interés especial alguno en ello. Mi papel aquí se limita al de mero informador).
La historia de Washoe debería servir al menos para revisar nuestra habitual mueca cuando oímos a alguien aquella supuesta redundancia de «las personas humanas», endosándole por defecto una escasa formación académica. Vale que quienes recurren a la castiza expresión lo hacen -imagino- desde un completo desconocimiento de todo el rollo éste de la filosofía moral, lo que no es óbice para que, una vez constatados los hechos, la comunidad humana deba hacer examen de conciencia sobre el trato que da a muchos de sus semejantes, personas no humanas en este caso, a quienes encierra de por vida tras unos barrotes con el único propósito de hacer negocio, somete a dolorosos experimentos pagados por empresas de cosméticos o convierte en un guiñapo sanguinolento en verdaderos linchamientos públicos. Son ya muchos los científicos que desde muy diversos campos del conocimiento abogan por reconocer derechos jurídicos garantistas «para todas las personas», con independencia de la especie a la que pertenezcan. Se trata de una meta que en nada nos perjudica a nosotros y en mucho les beneficia a ellos, los animales parahumanos. Un estricto ejercicio de decencia y generosidad moral.
No hay comentarios:
Publicar un comentario